El 21 de Agosto de 2007 empezamos un viaje para recorrer algunos países de Sudamérica: Brasil, Bolivia, Perú, Chile, Argentina y Uruguay. Hemos creado esta bitácora para ir anotando las cosas que pasan a espectadores como usté.
Habrá dos territorios separados: uno lleno de lo que Ana haya visto y el otro no.

Que lo sepas...

“Durante mucho tiempo estuve pensando que la vida, la vida de verdad, estaba aún por empezar. Pero siempre había un obstáculo en el camino, algo que debía solucionarse en primer lugar, algún asunto inacabado, ocupaciones, deudas por pagar. Finalmente me di cuenta de que todos esos obstáculos eran mi vida. Esta forma de ver las cosas me ha enseniado que no existe un camino hacia la felicidad. La felicidad es el camino. Así que valora cada momento que vivas y recuerda que el tiempo no espera por nadie. La felicidad es un viaje, no un destino." (Souza)

Día XXXII (20/09/2007) Misiones, BO

Concepción, Bolivia

Nos vamos dos días a las misiones. El bus salió a las 8 y lo alcanzamos de milagro (el tráfico, el conductor que no nos avisó). El paisaje hasta llegar a Concepción -5 horas de viaje-, según Luis, "es una lucha entre el hombre y su manía por cuadricular la naturaleza y la selva y su superioridad", yo iba dormida y me perdí el combate.
Concepción es un pueblo fundado en 1707 (o por ahí) por los jesuitas. Ellos se asentaron y cuando crearon una comunidad construyeron la iglesia y parte del trazado del pueblo. Esta iglesia, de adobe y madera, es preciosa. Está restaurada con los mismos materiales, colores y motivos utilizados para su construcción. La plaza y el resto del pueblo son construcciones de la misma época, con soportales columnados y aleros grandes y salidos; todas de una planta y corridas.
No hay asfalto, las calles son de tierra rojiza que ahora en época seca se te mete por los poros. Parece que estás perdido en un lejano lugar de otra época.
Visitamos el museo misional que, aunque no es gran cosa, tuvimos la suerte de encontrarnos y hablar durante mucho rato con Milton Villavicencio, un artesano restaurador que participó en el proyecto de Hans Roth (un suizo arquitecto y teólogo que fue el que desde 1972 llevó a cabo la reconstrucción de las seis misiones que quedaban en pie en la región de Chiquitania, fundadas por los jesuitas a principios del S. XVIII). Nos contó toda su experiencia y entendimos un poco más de la historia de Concepción.
Cenamos en una mesa al aire libre, con una luz naranja y escasa, cerca de la plaza. Nos recordò la pizzeria argentina a la que ibamos en Puerto Morelos (Mexico).
-Ana-


Milton
Milton, antes de todo, era un hombre con alguna querencia por la madera y la navaja, por el papel y los colores. O así se recuerda ahora, ahora que sabe que eso tendría sentido en su vida, tal y como la ha vivido. En sus manos, que son las manos de su padre y de sus antepasados él supone, a ratos da por seguro, que anida el espíritu de la selva y por eso pueden salir de ellas volutas tan hermosas.
Milton, a través del arte sólido de la escultura, líquido de los tintes naturales, gaseoso de su propio cerebro, profetizaba. Su pueblo se agolpaba junto a él cuando se ponía a hablar y se buscaban en el pasado que él les dibujaba y, gracias a ese pasado, sabían cómo dirigirse a su futuro.
Milton, desde que empezó a andar con ese señor suizo y barbudo, se conviertió en otro. Tan completamente otro que dejó de jugar al fútbol y algunos días abandonaba la iglesia pasada la medianoche. El señor que vino de La Suiza era un gran genio, como aquel padre jesuita que construyó, hace demasiado tiempo, la gran casa misional y el resto de las viviendas. Entre Milton y el Barbudo anduvieron revolviendo las ansias de la gente y los metían a dibujar y a pintar y algunos dejaban sus vacas y algunos tenían que seguir con ellas, aunque tampoco quisieran.
Milton ha pasado treinta años ayudando a restaurar las misiones de la Chiquitanía, dejándose las uñas en las lijas con el fervor anestésico de Jesús. Su día a día ha terminado por envejecerle a medida que él hacía rejuvenecer las catedrales de madera. Y ahora tiene que soportar todos sus años juntos, que llegaron por sorpresa al irse acabando el trabajo.
Milton ya no sabe cómo recordar la noticia de la muerte del señor suizo de la barba sabia, pero después de tanto tiempo de aprender de él la soledad se le agarró de la carne y estuvo dos días enteros sin poder hablar. En su único sueño estaba nadando en la mitad del océano. A ratos hacie el este, a ratos hacia el norte. Ese hombre le había dado una clave para sacarse a sí mismo de su propio interior; una clave sencilla que él podía comprender; una clave magnífica que, al cabo de los días de trabajo, había dado muchos frutos.
Milton, desde aquel día, sólo cuenta con los insignificantes gestos de admiración de alguna pareja de turistas con tiempo para escuchar su historia. Pero eso es poco, eso no es ni siquiera un consuelo. Los acompaña hacia la puerta del museo, mientras dedica unos momentos a rememorar qué sintió cuando vio terminado el retablo principal de Concepción. No acaba de encontrar las palabras exactas, sólo sabe que lo echa de menos. Lo echa de menos tanto como se extrañan las cosas que ya no han de volver.
-Luis-

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