El 21 de Agosto de 2007 empezamos un viaje para recorrer algunos países de Sudamérica: Brasil, Bolivia, Perú, Chile, Argentina y Uruguay. Hemos creado esta bitácora para ir anotando las cosas que pasan a espectadores como usté.
Habrá dos territorios separados: uno lleno de lo que Ana haya visto y el otro no.

Que lo sepas...

“Durante mucho tiempo estuve pensando que la vida, la vida de verdad, estaba aún por empezar. Pero siempre había un obstáculo en el camino, algo que debía solucionarse en primer lugar, algún asunto inacabado, ocupaciones, deudas por pagar. Finalmente me di cuenta de que todos esos obstáculos eran mi vida. Esta forma de ver las cosas me ha enseniado que no existe un camino hacia la felicidad. La felicidad es el camino. Así que valora cada momento que vivas y recuerda que el tiempo no espera por nadie. La felicidad es un viaje, no un destino." (Souza)

XCII (19/11/07) Arequipa, PE

Arequipa, Perú
Antes de nada, hoy fuimos al médico porque yo llevaba un mes con el estómago mal y con fiebre a ratos. Había ido a dos médicos, había tomado medicación y seguía igual. No estaba mal, pero sí incómoda. Decidí ir a un gastroenterólogo directamente e ir acompañada de mis heces en un bote para que las analizaran. Pues bien, tengo amebiasis: amebas alojadas en mi colon. Se transmite por vía oral y pudo ser el agua o algún alimento infectado. Me dio medicación y espero que con esto se acaben las molestias. Salimos contentos porque no es nada grave y no se trastoca ningún plan.
Visitamos el convento de Santa Catalina. Es muy grande. De hecho, tiene seis calles dentro, todas con nombres de ciudades españolas. Luis hizo fotos preciosas en sus patios y pasillos. Después seguimos paseando viendo casonas y palacios, el mercado de San Camilo, otras iglesias y la catedral.
-Ana-


Devoción
Cuando, al cumplir sus quince años, la segunda hija de los Carranza-Goitia ingresó al convento, el joven Adrián Romero de Quintana, listos ya los trámites para su viaje a España -a completar su educación en Salamanca y Toledo- desapareció. No fueron hechos que la aristocracia arequipeña asociase entre sí, pero ambos dejaron una huella de tristeza y de ceniza. Ella era la joven más bella en las reuniones sociales, la más alegre. Él, el futuro dueño de la hacienda más próspera de todo el Perú.
El día de la despedida, Renata Carranza llevaba su mejor vestido, cortado para la ocasión en Buenos Aires. Su doncella cargaba con el ajuar necesario para la vida en el convento: hábitos de lino, sandalias de cuero, mantas de alpaca,... Su padre había depositado ya los veinte mil ducados de oro de la dote, así que las dos, niña y criada, noble y plebeya, azul y roja, se diluyeron para el resto de sus vidas en el misterio del convento, en la ciega ventana de un locutorio, una sola vez al mes.
¡Qué pena, esa cara tan linda! No volver a ver esos ojos con llama, esa grácil figura en los bailes. Los pretendientes secretos empezarían pronto a consolarse con candidatas menos celestiales, pero una pequeña esquirla de sus memorias estaría para siempre consagrada a esa temprana belleza enclaustrada.
En los salones de Arequipa, en cambio, en la misa de siete o en el paseo a caballo cerca del río, nadie echaría de menos a la doncella. Sin dote y sin vocación había acabado bajo la misma losa. Las celdas del convento eran amplias y contaban con varias estancias, entre las que se incluía una cocina. De ahí la necesidad de la criada.
Transcurridos más de siete años, la fuerza de la cadena de la vida había hecho pasar muchas otras bellezas por los salones de la ciudad y otros jóvenes apuestos e inteligentes se acaloraban en las tertulias del café universitario. El hermano de Renata, en un viaje a Lima, descubrió en las escaleras de la catedral a la que había sido doncella de su hermana, auxiliando a una lánguida y estirada señora extranjera.
Cuando todo se supo, el prometedor futuro del señorito Adrián terminó acuclillado en la esquina de una celda, otra celda, en la prisión de Lima, pocos años después. Ese fue el precio por haber corrompido la paz y la armonía de Santa Catalina y haber violado la prohibición de sus puertas. Jamás volvió a ver a su Renata, que se arrojó dos veces desde el tejado de la iglesia. La primera se rompió un brazo y el pómulo derecho. La segunda, el cuello. Llegó a vivir 59 años en el silencio, obligado por sus votos, y la quietud, obligada por su parálisis. La misma habitación y el mismo cielo raso, ligeramente agrietado, que había compartido con su amado en secreto fueron, por orden de la madre superiora, su penitencia más cruel.
-Luis-

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